Igual que a la mayoría de los humanos nos gusta estar en grupos de tamaño medio, ni solos ni en grandes multitudes, lo mismo les ocurre a las células sanas. En un tejido del colon, del hígado, del páncreas…, las células que hacen una función común se «trabajan» espalda contra espalda para hacer su trabajo.
Esto sucede porque las células presentan en la capa que las contiene moléculas que se complementan con las de sus vecinas. De igual manera a los juegos de construcción de los niños, en los que una pieza hace de «puente» para juntar dos paredes, estos anclajes moleculares permiten a los órganos funcionar de forma correcta para trabajar coordinadamente.
En el caso del cáncer, esta armonía de «todos a una» se rompe y las células tumorales cortan o dejan de producir estas ligaduras entre celulas, de manera que las células cancerosas empiezan a invadir zonas vecinas para acabar, finalmente, dando un salto al torrente sanguíneo o linfático —como si de un trampolín se tratara—. Es entonces cuando se originan esas colonias tumorales a distancia del sitio que las vio nacer y que llamamos metástasis. Y esto es, como ya sabemos, especialmente peligroso.